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C A R T A

Juramento Eterno de Sal

1 de agosto de 2022

Por Margo

La cura para todo siempre es el agua salada: sudor, lágrimas y el mar”.


Estoy a pocas semanas de mis ansiadas vacaciones de verano. Aun así, me doy con un canto en los dientes al vivir a pocos minutos de la costa Mediterránea con todos los lujos y "el buen vivir" que eso conlleva. Por ejemplo, disfrutar de un paseo vespertino cuando todo el mundo está en silencio y sólo el mar susurra en la orilla. Porque hasta las olas son respetuosas con nuestras horas de sueño.


A pesar de haber atravesado un mes lleno de tragedias a causa de los incendios que se han zampado, parcela a parcela, varios puntos del planeta (luego vendrán a decir que el cambio climático es una patraña), julio ha llenado el carrete de mi móvil de cientos de vídeos – lo digo a modo de expresión, pero casi – a los que me gusta recurrir con la misma asiduidad de quien mira la hora en su teléfono cada dos por tres.


Este último fin de semana ha tenido lugar un ‘final de fiesta’ difícil de superar, dejándome una potente resaca emocional y unas dolorosas agujetas por todo mi cuerpo. En mi cabeza hay overbooking de canciones que me sorprendo tarareando al recorrer el pasillo de mi casa, cuando cotilleo el interior del 'frigo' o mientras me lavo los dientes.

El verano es célebre por sus pasarelas en primera línea de playa, la procesión de cervecitas frías por la barra del chiringuito, la ordenada ronda de rigor para presumir de “marca del bikini” – aunque otras tengamos que tirar de autobronceador – y las tórridas cenas en terraza que hace que lamentemos el habernos duchado. 


Me gusta porque es un eficiente contenedor de buenas anécdotas, de carcajadas que nos brotan del estómago – de esas que te dejan unos abdominales de escándalo - de planes diferentes, de ratitos con los de siempre o con nuevos conocidos.


Me encanta escuchar su característico ritmo de chanclas a destiempo, el pelo enredado en salitre y la piel con olor a aftersun. Veladas de confidencias, de conexiones inesperadas o de suspiros por la ausencia de alguien a quien apreciabas mucho.


Adoro sus noches de desenfreno - justificadas en un “mañana no se trabaja” - y la vuelta a casa con el desayuno en una mano y los tacones en la otra. Las quedadas de mojitos y juegos de cartas –cuidado con el ‘UNO’ que une y separa - estrenar el verbo ‘festivalear’, bañarnos en la piscina con la Luna fuera  y recoger las lágrimas de San Lorenzo para pedirles alguna que otra cosilla.


Os confieso que me encanta escaparme a la playa, mojarme los pies en sal y arañarlos en la arena cuando nadie me ve – quitando a los runners y algún que otro ambicioso pescador – porque consigo somatizar ese efecto de calma en el que se encuentran sus aguas en las primeras horas de la mañana.


No sé qué tendrá el océano que nos hipnotiza tanto y nos saca tantos secretos a la epidermis. Es imposible mentirle al Mediterráneo, al Cantábrico o al Atlántico. El mar nos caza a la primera.

Me gusta visitarlo sola, en compañía de un libro y las voces ajenas de una dupla de podcasters que me hagan reír. Si tengo que sacar mis vergüenzas al estrado – no en el sentido literal, por supuesto – y hacer un juramento para decir la verdad y nada más que la verdad, no quiero a nadie más presente en la sala. Únicamente, el binomio de nosotros dos.


Ya os dije hace muchas cartas que estaba intentando probar (más en serio) el ‘mindfullness’, aunque a mi mente le dé por viajar de un rincón a otro con más fervor y dinamismo que una mosca. Seguro que tú también tienes tu propio método para conectar contigo mismo, ya sea entrenando, cocinando, escuchando música, escribiendo, leyendo, haciendo punto de cruz… qué se yo. Pasar tiempo a solas es tremendamente terapéutico y medicinal.


Sin embargo, a veces nos aterroriza la oportunidad de quedarnos a escuchar el eco que retumba en nuestra cabeza y sentimos la necesidad imperante de tener que amueblarla con otras preocupaciones, planes, actividades... ¡lo que sea que no nos deje intimar con nosotros mismos!

El silencio puede ser realmente estruendoso y molesto, como una sucesión de martillos a las ocho y cuarto de la mañana de un sábado. No hay nada más peligroso que el bullying de una mente alterada tras un día un poco torcido. Esos días ni te escuches, porque nunca llevarás la razón.


Por mi parte, adoro pasar ratitos metida en mi cabeza, en calma y entregada a mis hobbies durante un tiempo regalado de mí para mí. Por eso decido venirme a la playa cuando nadie me ve, ni me habla, ni me molesta. Especialmente cuando aún no ha llegado mi ‘Happy Hour’, es decir, el momento inmediatamente después de mi primer café.

Este mes he logrado alcanzar un punto de tranquilidad que espero que nadie me rompa en mucho tiempo. “Como una ola”. Ojalá que todo lo que venga a arrasar tu vida y derribar tus castillitos en la arena, sean amores genuinos que te ayuden a construir otros de cimientos mucho más fuertes (aunque estemos hablando de arena).


Adoro el verano porque desconecto de la ciudad y dejo olvidadas todas las preocupaciones adheridas al cemento y al asfalto, aunque nada de esto se lo pueda esconder al mar.


A él sólo puedo jurarle la verdad y nada más que la verdad.

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